Cuando el destino nos alcanza*

FELIPE VIELLE CALZADA


Víctimas de nuestro abismal retraso en investigación y desarrollo, los mexicanos estamos a punto de perder la última oportunidad de participar en una verdadera revolución biotecnológica que está transformando por completo los métodos de producción agrícola que imperan en el planeta. La herramienta esencial de esta revolución es la ingeniería genética, que ofrece tecnologías concretas para controlar características vegetales complejas con base en modificaciones finas del genoma vegetal. Durante los últimos meses elocuentes artículos en periódicos nacionales han señalado con alarma los efectos nefastos que las plantas transgénicas pueden tener sobre la salud humana, el medio ambiente o la cadena ecológica. Lo que resulta paradójico es constatar que pocas veces se ha debatido tanto un asunto para el cual se tiene tan poca información. De pronto condenamos en México los beneficios de la ingeniería genética sin preocuparnos por saber cuál es el costo que estamos pagando al renunciar a producirla. Parecemos olvidar que, mientras nosotros satanizamos, son otros los países que adquieren, modifican y protegen los derechos de uso de las tecnologías que en pocos años habremos de comprar, en forma de productos transgénicos, a precios exorbitantes.

Que no quede duda: nos guste o no, las plantas transgénicas llegaron para quedarse. Se quedarán no sólo porque los gigantes agro-industriales (Monsanto, Novartis, o DuPont, por citar los principales) y los gobiernos de países industrializados (Estados Unidos, Europa, y Japón) han invertido cientos de millones de dólares para generarlas (y también para cabildear su aceptación en los mercados internacionales), sino también porque la ingeniería genética es una herramienta esencial para implementar cualquier estrategia de seguridad alimentaria que pretenda nutrir a más de 6 mil millones de seres humanos –de los cuales al menos 100 serán mexicanos– a la entrada del siglo XXI.

Esto no significa que la apuesta biotecnológica represente una estrategia humanitaria. Las grandes empresas agro-industriales esperan el futuro con los brazos abiertos, pues confían en que el monto de sus inversiones actuales resulte insignificante frente a la abundancia monetaria que la revolución biotecnológica les promete. El éxito de su apuesta no depende de permisos para el establecimiento de cultivos transgénicos (tan sólo en Estados Unidos se plantaron más de 29 millones de hectáreas de soya transgénica en 1999), ni del tiempo que le tomará a los volubles consumidores ajustarse a los nuevos productos. Los gobiernos de países industrializados y las grandes empresas transnacionales han entendido que esta bonanza económica depende primordialmente de su capacidad para proteger la propiedad intelectual que generan con costosos programas de investigación y desarrollo. Sometidos a una competencia feroz, se enfrascan en una lucha sin cuartel para proteger, por medio de patentes internacionales, las tecnologías que les aseguren el control biotecnológico de las principales plantas de interés agrícola. Y en el calor de la batalla, corporaciones como Bionova –líder en transformación de la fresa, con capital mayoritariamente mexicano, y perteneciente al grupo Pulsar– prefieren investigar en Oakland California, y limitarse a usar el territorio nacional para realizar pruebas de campo y producir productos frescos con base en mano de obra barata.

Ante la implacable velocidad a la cual los países industrializados se apoderan de la propiedad intelectual sobre el material genético de todo tipo de cultivos vegetales, ¿existen alternativas para que la economía mexicana participe en el gran mercado biotecnológico del próximo siglo? Frente a la magnitud del retraso adquirido, existen tan sólo algunas que corren el riesgo de esfumarse si no se actúa inmediatamente. Hay por lo menos dos que vale la pena destacar: la producción de tecnologías de habilitación, y la adquisición de uso biotecnológico de los cultivos esenciales para nuestra seguridad alimentaria.

A cualquier tipo de tecnología que es absolutamente necesaria para implementar un nuevo invento se le considera una tecnología de habilitación. Las tecnologías de habilitación son indispensables en la cadena de producción de todo procedimiento biotecnológico, pues el costo de cualquier intento de reemplazarlas es prohibitivo o resulta imposible de implementar en un lapso de tiempo razonable. El debate actual en México debiese estar enfocado a la urgente necesidad de obtener tecnologías de habilitación que nos permitan empezar a adquirir, con innovaciones de alto impacto, los derechos de uso de las técnicas que serán esenciales para producir cultivos mejorados en el próximo siglo. Un ejemplo de tecnología de habilitación es el de las técnicas de ingeniería genética que se utilizan para insertar genes en las plantas de interés agrícola. Prácticamente todas las tecnologías de transformación vegetal están sujetas a patentes, muchas de ellas pertenecientes a grandes empresas transnacionales.

Existen numerosas especies México para las cuales no se han implementado técnicas de transformación genética. Existen también muchos otros tipos de tecnologías de habilitación que resultarán determinantes para la implementación de la producción agrícola en los próximos años. Se pueden obtener secuencias reguladoras que permitan la activación de genes en tejidos específicos (semillas, raíces, tallos, etcétera), marcadores de selección inocuos que identifiquen plantas transgénicas en campo, genes letales que impidan la transferencia de características indeseables a través del polen, tecnologías que agilicen la determinación de funciones para genes con aplicaciones agrícolas. El rango de oportunidades es muy amplio y permite la implementación de proyectos poco costosos que generan resultados de alto impacto comercial. Cuando empresas como Monsanto –presionadas por la opinión pública– se ven obligadas a modificar sus estrategias comerciales, se abren oportunidades para que nuevas tecnologías resuelvan los problemas que tienen al modificar sus cadenas de producción.

Para países como el nuestro, la necesidad de implementar una estrategia que contribuya a obtener los derechos de uso biotecnológico de ciertos cultivos trasciende la importancia de estrategias comerciales y se convierte en un asunto de seguridad nacional. Entre estos cultivos se encuentran el maíz y el frijol. Resulta indispensable y urgente comenzar a proteger los derechos de uso biotecnológico de nuestros alimentos básicos, generando las herramientas que serán fundamentales para mejorarlos en tan sólo unos cuantos años. El tiempo apremia: en los Estados Unidos, tan solo la Fundación Nacional para la Ciencia (National Science Foundation) ha invertido en los últimos dos años más de 95 millones de dólares para apoyar con fondos públicos estudios que establezcan las bases del control sobre los genes del maíz. Se desconoce el monto de la inversión privada que empresas como Pioneer-Hi Bred (ahora filial de DuPont) han destinado a la identificación y a la apropiación de los derechos de uso de genes en el maíz, pero se sabe que es mucho mayor al de la inversión pública. Esto signi.ca que la carrera por apropiarse del control sobre la producción de maíz mejorado comenzó sin la participación de los mexicanos.

El destino parece habernos alcanzado. Los próximos tres años serán cruciales para definir si estamos irremediablemente condenados a constituirnos en una sociedad consumidora de productos transgénicos, o si estamos listos para iniciar una etapa creativa en el desarrollo biotecnológico de nuestra producción agrícola. ¿Quién será el dueño de la nueva canasta básica? Los inversionistas tienen la palabra.


(*) Articulo publicado en "Reforma", 9 nov 1999. El autor es un investigador en el CINVESTAV, unidad Irapuato.